Bajo el título de “Las flores más raras”, que viene a ser una paráfrasis de “Las flores del mal” de Baudelaire, Eduardo Martín del Pozo trae a la galería Vilaseco una muestra de su quehacer. Se trata de un artista con una importante trayectoria expositiva a su espalda, no sólo en España, sino en Alemania, Italia o Estados Unidos; su obra forma parte de importantes colecciones en España y el extranjero (México, Bélgica, Estados Unidos, Arabia Saudí, entre otros) y ha sido galardonado con numerosos premios. Subyace en las obras presentadas la idea de un jardín transitado en la oscuridad, donde grises enramadas titilan entre las sombras y se presienten, más que se ven, fugaces resplandores; se sienten pasar filamentos que se entrelazan o flotantes auras con forma de hojas y de ramas desnudas; pero también pueden leerse como anhelos que andan a la busca en la noche del alma, pues, sin duda, lo que hace este pintor está transido de simbolismo. Podemos decir que se enfrenta, como Dante, al oscuro bosque de la vida y que las “flores” que aparecen son visiones que nacen del alma y se despliegan de un modo no realista en trazos y formas que van creando evanescentes y misteriosos entrelazos, en la persecución de un algo anhelado y escondido o de una ultra-realidad. En realidad, toda creación artística o poética nace del ansia de alcanzar lo indecible, lo que no puede aprehenderse con la mirada o el lenguaje ordinarios, sino con la percepción visionaria; es decir, con ese jardín íntimo e inefable donde florecen las más insólitas y raras flores. Son estas: las innominadas, las escondidas, las que, a menudo, se difuminan o se entierran entre las sombras, las que quiere captar Eduardo Martín y, por ello, hace uso de un ejercicio anti icónico que, en algunos cuadros, lo acerca a Malevich. Nos sitúa ante una umbría sobrecogedora y silenciosa que podríamos comparar con el tenebrismo del Barroco, pero donde la verdadera protagonista es la ausencia y, sólo muy raramente, alguna extraña figura que puede recordar a las hojas de una flor. Busca ante todo configurar un espacio que, a menudo, es de límites indefinidos y pareciera salirse del marco, pero, en otras ocasiones, se encierra dentro de una geometría definida de planos rectangulares o de líneas quebradas, que lo acercan al constructivismo. Importante es también el uso del trazo suelto, del gesto libre, de la pincelada ondulante que crea ritmos abiertos y puede leerse como expresión de las ansias inefables que laten en el imaginario del artista. Es ahí donde está el germen o la semilla de esas flores sin nombre a las que se anhela dar forma para poder configurar el jardín de los propios sueños. Es este su paraíso nocturno y, como tal, tiene a la oscuridad nocturna como ámbito, de manera que se pueda sentir su sobrecogedor silencio y la llamada de las lejanías estelares. En otras palabras, la magia de lo invisible presintiéndose entre las masas de pigmento oscuro o perfilándose casi inaprehensible sobre un fondo blanco, como en la obra “Filides”.