Se me está haciendo bola el morado. Lo mastico. Intento empujarlo con un poco de agua. Inflo las mejillas, a ver si con tiempo y saliva se obra un milagro. Pero es infructuoso. Al final, tendré que escupirlo y buscar qué hacer con él.
Parte de la culpa es de la publicidad. Llega el 8-M y todo se tiñe de morado. Y algunos intentan vender. He recibido ofertas de lencería, modelitos para ir sexy al trabajo, camisetas a juego para madres e hijos, maquillaje… Porque así es como nos quieren: un florero en la calle, una criada en casa y una puta en la cama.
La propaganda también contribuye al atoramiento. Es mezquino intentar rascar votos aprovechándose de la conmemoración. Y más cuando apelan al miedo, a un futuro cercano con burka. Porque los que pretenden liberarnos de ese mañana son los mismos que creen que nuestra libertad se termina al cruzar la puerta de la cocina; que nuestros derechos se limitan a proporcionar cuidados, ya sea a otros miembros de la familia o, simplemente, a sus falos.
Tampoco ayudan a la deglución los que te felicitan como si el 8-M fuese un sucedáneo del Día de la Madre que incluye a las que no han parido. Como si no hubiera luchas pendientes ni derechos por conquistar.
Uso el masculino genérico. Es innecesario poner cada palabra en femenino, masculino y neutro. Independientemente del género, llego a la disfagia con los conceptos vacíos. Nos tatuamos sororidad, resiliencia o el símbolo con el que Homer Simpson ilustra el término dignidad, sin entender realmente sus implicaciones. Y se queda grabado en la piel, aunque hundas a otras mujeres, aunque el privilegio te nuble la empatía, aunque te fumes la dignidad de tus queridas hermanas.
Y no hablemos de los aliados. Son encantadores. De serpientes. Sapos que besas y siguen siendo anfibios. Ese compañero tan majo que hace comentarios obscenos sobre ti; el jefe que te apoda “la pechitos”; el tío que te elige porque eres la que le pone el polvo más fácil; el que usa su poder para llevarte a la cama; el novio de tu amiga que te suelta cuánto le pones el día que ella no está y luego te pide perdón, en vez de disculparse con su pareja; el palomo que hincha el pecho con sus likes en Instagram y que arrulla con cada comentario inocente y cada mensaje privado, ya más subido de tono… Hombres deconstruidos hasta que se cruzan con una minifalda.
Pero lo que me indigna es lo que hacemos nosotras. Picamos el anzuelo. Sí, caemos en la trama. Y, encima, abrazamos etiquetas que nos dividen, en lugar de clamar, unidas, por lo que importa de verdad. Yo, que posiblemente sea una feminista radical, abolicionista de la prostitución y de cualquier forma de apropiación del cuerpo de las mujeres, me conformo con luchar por un futuro mejor para mi hija. Que cuando entre a un trabajo no se le abra una ficha puntuando su grado de follabilidad ni se hagan apuestas a ver quién se la tira primero. Que, cuando se ponga un escote o publique fotos en redes sociales no tenga que aguantar a babosos pajeros. Que sus fotos no vayan de móvil en móvil acompañadas de comentarios que parecen sacados de una película X de serie B… ¡Que la respeten, en definitiva, que no es tan difícil!
Deseo para ella un tiempo sin brechas salariales ni techos de cristal, en el que la maternidad no sea una renuncia, en el que “corresponsabilidad” y “conciliación” tengan significado, en el que el deseo pese más que el consentimiento… Y, sobre todo, un mundo en el que no sea más fácil que la maten, peguen, humillen, violen o engañen por el hecho de ser mujer.
Porque sin esa base no hay cuarta ola a la que subirse, solo una resaca que nos arrastra allí donde nos quieren divididas, invisibles, calladas y abriendo las piernas a su voluntad.