A escasos metros de la tumba de Luis Fernández Génova casi se puede sentir la desesperación que sintió el joven, unos pasos y varias décadas más allá, cuando, con los 18 recién cumplidos, fue fusilado a las puertas del cementerio. También la de su madre, Josefa, que falleció cinco años después, víctima de un cáncer y de la absoluta tristeza.
Es solo una de las historias de terror y de destrucción de familias que trajo consigo aquel levantamiento militar que, fiel a los valores de lealtad, no siguió el almirante Azarola. De ideología más bien conservadora, lo acusaron de dar pábulo a las hordas franquistas. Muy lejos de eso, su pecado consistió en no permitir que los sublevados se cebasen con el movimiento sindical ferrolano. Fue fusilado por ello y sus restos llegaron a Vilagarcía años después.
Son dos de los casos que Iniciativa pola Memoria rescató en el Cementerio General, donde sus nichos permanecen clamando contar. Al igual que los de Elpidio Villaverde o Moreira Casal, el hombre que cabalgaba sobre el Club de Regatas y el médico que dejaba una moneda bajo la almohada de sus pacientes menos pudientes. Descansan demasiado cerca de las tumbas que rezan por la revolución nacionalsindicalista. Y por esa España, exclusiva y excluyente.
Impunes y altivas. Al igual que esa capilla levantada en honor a un “martir” de la guerra. Del bando vencedor, claro. A escasa distancia, mucho más modesto, un panel relata la historia de José Ramón Roo y de su cuñado Luis Iglesias. Y del hombre que murió por darles cobijo, Juan Aragunde.
“Auxilio a la rebelión”, le llamaron aquellos que se levantaron en armas. Cuando su hijo Andrés fue a verlo, se llevó de allí una lección que traspasó generaciones: “Cando te atopes cun paxaro engaiolado, céibao sempre”.