Lo dijo desde el minuto uno de su mandato: China es el peligro. Desde entonces no ha dejado de repetirlo hasta la saciedad. Y así lo ha hecho en todos y cada uno de los escenarios de la gira europea que acaba de celebrar: cumbre del G-7, cumbre de la OTAN y visita a las instituciones europeas.
Ya lo habían adelantado los analistas estadounidenses: Biden no vendría sólo a dar abrazos, sino que lo haría con el gigante asiático muy metido en la cabeza. Para algunos, la emergencia de China como superpotencia y gran actor de la geopolítica internacional, con ambiciones globales y métodos dudosos es uno de los grandes acontecimientos políticos de la historia reciente, equiparable al colapso de la Unión Soviética y la caída del muro de Berlín.
En consecuencia, para el inquilino de la Casa Blanca el régimen de Pekín es el enemigo, el adversario serio que hoy por hoy tiene el país. Y no sólo desde el punto de vista económico (antes de una década puede verse superado en producto interior bruto), sino sobre todo estratégicamente..
En esta línea, en la cumbre del G-7 Biden logró que las otros seis potencias participantes (Alemania, Italia, Francia, Canadá, Japón y Reino Unido) respaldasen su iniciativa de lanzar un proyecto multibillonario (de hasta 40 billones de dólares) con el objetivo de contrarrestar la llamada “nueva ruta de la seda” impulsada desde 2013 por Pekín.
Con grandes proyectos de infraestructuras, líneas de ferrocarril y estaciones eólicas se trataría de responder a la enorme influencia y presencia china con fuertes inversiones en decenas de países del sudeste asiático, Asia central, Oriente próximo, África y América latina.
El régimen de Pekín, en efecto, viene desplegando una política exterior con objetivos a largo plazo que ha disparado no pocas alarmas a nivel internacional. China es ya, por ejemplo, el segundo país en gasto militar, sólo por detrás de Estados Unidos; no oculta sus ambiciones en el Ártico; ha aumentado su arsenal militar y protagonizado maniobras militares con Rusia. Vista desde Washington, constituye un reto manifiesto a la hegemonía norteamericana.
Para los observadores internacionales, Biden ha vuelto a su país con dos declaraciones de cierta importancia en el bolsillo: las firmadas por el G-7, como venimos comentando, y por la OTAN. Es verdad que el comunicado de esta última se refiere a Rusia, tradicional rival de la Alianza atlántica, como “una amenaza”, mientras que China aparece en él sólo como “un desafío”. Pero no deja de ser relevante que nunca antes la OTAN había señalado al gigante asiático como preocupación prioritaria en materia de seguridad global y ahora –treinta países lo han firmado- sí.
Al tiempo, ha calado el mensaje de que la etapa Trump quedaba atrás y de que Estados Unidos regresaba a la escena internacional, retomaba el mando occidental y confiaba en ser secundado por las potencias democráticas europeas.