Impresionado todavía por las riadas de Valencia, no puedo dejar de pensar en la responsabilidad de los políticos que ignoran los avisos de técnicos y científicos. Cuando comenzó la DANA, estaba a punto de escribir precisamente estas líneas hablando de esos oídos sordos, pero aludiendo a algo más local, el Jardín de San Carlos, por el peligro de derrumbe de la muralla del que algunos expertos están alertando. Sé que son asuntos incomparables en dimensiones, pero cuando no se escucha a los que saben a veces ocurren desgracias, pequeñas o grandes.
La desaparición del último olmedal de Europa en el Jardín de San Carlos, siendo una lástima, no es gravísimo. Pero sí un síntoma. Porque se advirtió del riesgo y ni Xunta ni el Concello coruñés hicieron caso. El prestigio del ingeniero y paisajista, Pedro Calaza, parecía suficiente garantía. El comité de Árbores Senlleiras también sostenía que la reforma no entrañaba riesgos. A pesar de que otros técnicos de la casa e incluso expertos de la Unesco opinaban lo contrario, el Ayuntamiento siguió adelante. Y sucedió lo que no iba a suceder, que los olmos han desaparecido.
Lo dicho, esto no es tan grave. Pero ahora pretenden plantar nuevos árboles sin tener en cuenta la seguridad de la muralla, sujeta durante siglos por un entramado natural que se ha esfumado con el olmedal. Les urge tanto que rechazan el consejo de los técnicos de estudiar con detenimiento un subsuelo, que incluso podría deparar alguna sorpresa arqueológica.
A lo largo de su historia de casi 700 años, el viejo baluarte se transformó de almacén de pólvora en jardín para fotos de boda de varias generaciones, sin olvidar naturalmente la tumba de Sir John Moore. ¿Había que restaurarlo y actualizarlo? Es posible. Su diseño original apenas había sufrido modificaciones desde la época de Francisco Mazarredo, el gobernador que transformó la vieja fortaleza en jardín. ¿Era buena idea recuperar su figura en forma de estatua? Por qué no, aunque ante la ausencia de referencias físicas para representar a Mazarredo, el busto actual tiene un divertido parecido con Pedro Calaza, el ingeniero que sostenía que el olmedal no peligraba.
Aunque no hay por qué responsabilizar a Calaza, abandonó la dirección de obra por algún motivo, seguro que muy justificado, antes de su finalización. Tampoco se puede culpar a quien lo sustituyó, el arquitecto Santiago González, que seguramente no tuvo el más mínimo margen de maniobra para evitar que los hongos de la grafiosis hicieran su trabajo exterminador.
Porque los responsables son siempre los políticos, sobre todo los políticos que prefieren no oír a quienes pueden retrasar sus planes y avisan de los peligros. En realidad no debería hablar de “los políticos” sino de todos los que ejercen el poder con un estilo testosterónico que algunos confunden con el liderazgo, la determinación y el arrojo de todo un jefe. A estos jefes no se les puede tocar las narices con prudencias técnicas. Un puñetazo en la mesa y listo, no son unos pusilánimes.
Me dirán ustedes que tan técnicos eran lo que avisaban del peligro como quienes lo negaban. Por eso hasta puedo entender que la alcaldesa escuchase más a quien le convenía. Pero cuando el fiasco ha resultado a la postre tan brutal, en esta segunda fase de la reforma, con la muralla en peligro y con técnicos de la casa pidiendo calma, no optar por la prudencia ralla directamente en la irresponsabilidad.
Tal vez la desaparición de los olmos no tenga un elevado coste político. Puede que salga gratis tener cerrado el jardín. Y, si llegase a suceder, el derrumbe de la muralla hasta podría justificarse con cualquier excusa sobre imponderables. De hecho, los políticos son capaces de exculpar hasta las riadas. Pero casi siempre están avisados. Lo estamos todos.