El koruñesismo

El koruñesismo

o entiendo cómo es posible que alguien tenga un color, un libro, una película o una canción favorita. Yo ni tan siquiera tengo un género literario, cinematográfico o musical preferido. ¡No hablemos ya de colores! Y no es un problema de indecisión, sino de gustos e intereses eclécticos.


Creo que la causa de esta indeterminación puede estar en mi propio origen: nací en Vigo, mi familia es vallisoletana, viví en Ponteareas y A Cañiza, me crié en Ourense, estudié en Salamanca, trabajé en Santiago y resido, desde hace 18 años, en Coruña, donde, entre otras cosas, he sido madre, algo que, inexplicablemente, no computa para ser considerado CTV. Pero es que tampoco podría llegar a ser nunca más que una hija adoptiva de Ourense, en caso de que hiciese algo memorable, claro. Así que me siento un poco de todas partes y, por lo tanto, de ninguna. Quizá por eso, lo que más me maravilla de esta ciudad es el koruñesismo: ese orgullo de ser de aquí, ese presumir sin tapujos de todo lo bueno que tenemos. Un sentimiento escrito con k, porque también implica cierta dosis de rebeldía.


Vamos a ver, es que vengo de todo lo contrario. En Ourense se lleva la falsa modestia y la sumisión. Muchos se conforman con cobijarse a la sombra de un árbol frondoso y vivir de los frutos que caigan de él ya maduros. Pero, así, la ciudad no progresa. Tiene potencial, pero nadie lo explota. Y tampoco a nadie le interesa que sea explotado, no se les vaya a acabar el negociete que tienen montado. Aquí no. Aquí la gente empuja. Y claro, sale Inditex, Estrella Galicia, Bonilla, el Dépor, la fiesta de San Juan… Y lo aman, porque es suyo. Y razón no les falta, porque resulta que también es bueno.


Solo el koruñesismo es capaz de explicar que un equipo que el año pasado militaba en la tercera división del fútbol español fuese arropado por cerca de 30.000 aficionados. O que el pasado fin de semana hayan viajado a Tenerife (a más de 2.300 km) casi mil personas. O que, cada vez que se juega algo, salgan las hormigoneras en una especie de procesión pagana secundada por miles de personas que desfilan hacia el templo de Riazor.


Cuando pasa esto, las ciudades despegan y pueden mirar al futuro. Y eso es positivo. Mucho. Buena prueba es la amplísima y variada oferta cultural de la ciudad, por poner un ejemplo. Y da igual si situamos el origen del koruñesismo en Paco Vázquez y en las ansias de superar el agravio que supuso que Santiago se hiciese con la capitalidad gallega en la década de los 80 o que nos remontemos a Teresa Herrera, Juana de Vega, Emilia Pardo Bazán, María Pita o, incluso, a Hércules derrotando a Gerión.


El caso es que somos una ciudad que mira orgullosa al Atlántico, que nos ha erigido en pioneros en la recepción del pensamiento europeo, convirtiéndonos en una urbe cosmopolita, liberal y defensora de los derechos individuales y colectivos. Para muestra, todo lo que rodea al Campo de la Leña, incluidos los choqueiros de Montealto y su tradición de subir y bajar la Calle de la Torre. Una costumbre nacida, ni más ni menos, que de la prohibición franquista de celebrar el Entroido (o del alto que les daban los grises para impedir que su escarnio de la dictadura llegase hasta el centro).


También llevamos con orgullo ser la ciudad que mejor viste de España, en opinión de los que saben. Aunque sea en invierno, en manga corta y sin medias ni calcetines, como solo ocurre aquí y en Londres, porque hay que estar muy seguro de uno mismo para pisar fuerte bajo la lluvia con zapatos abiertos.


El riesgo es traspasar el límite que hay entre el koruñesismo y el chovinismo. Pero somos una ciudad abierta y acogedora. Y la autocrítica y la autoexigencia tampoco nos faltan.

El koruñesismo

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