El año recién estrenado, huele todavía a nuevo, a ilusión, a nuevas oportunidades. Es verdad que el tiempo es un continuo o más bien una convención humana para acotar los espacios y organizar la vida. Aun así, sigue teniendo su encanto cruzar ese umbral del año nuevo y fijar en el calendario las fechas clave: vacaciones, aniversarios, cumpleaños… la primera anotación se presenta en unos días, el día de Reyes, día que sin duda lleva como apellido, “Magia”.
Magia, conectada con la alegría de los más pequeños. Magia cargada de sueños inocentes. Magia de sorpresas al pie del árbol. Magia generalmente esquiva en la vida adulta, que por instantes se cuela y nos contagia.
Recuerdo cómo, de niña, el 5 de enero era un día diferente. Las calles de mi Donosti natal se preparaban para la Cabalgata, no faltaban el confeti y los caramelos. Años más tarde vinieron las noches más adultas de tapeo en familia, apurando algunas compras aprovechando el cierre tardío de los comercios. Volví a recuperar la ilusión contagiada de las carrozas y las visitas de sus Majestades de Oriente con mi ahijada y los peques de amigos.
Este año, ahora, pretendo recuperar la magia en lo cotidiano. No olvidarme que cada día es, en sí mismo, un regalo. A veces no el que había solicitado en la Carta a los Reyes, pero sí uno cargado de desafíos, quizás sorpresas, y si lo observo bien, siempre envuelto en aprendizajes. La magia, no está solo en los grandes momentos, ni reservada a una etapa de la vida, sino en los pequeños actos que construyen nuestra historia.
Quizás, en el fondo, la noche de Reyes nos recuerda algo que solemos olvidar: que la vida no es solo una sucesión de días marcados por obligaciones, sino una colección de momentos que podemos transformar en algo especial si aprendemos a observarlos con otra mirada. Sigo escribiendo la carta, dejando las zapatillas bajo el árbol y aunque ya no hay plato de turrones para sus Majestades ni agua para los camellos, confieso que me siguen ilusionando las sorpresas de la mañana de Reyes, las que preparo y las que recibo. La capacidad de crear belleza en lo cotidiano.
No se trata de gestos grandilocuentes ni de escenarios idílicos. Se trata de la calidez de un café compartido, de un mensaje inesperado o de un paseo espontáneo para estrenar el año, como el que nos hemos regalado este 1 de enero. Esa magia sutil, que se filtra en la rutina y nos conecta con lo esencial.
La prisa, la tecnología y las exigencias diarias, me despistan muchas veces de esa belleza de las pequeñas cosas, del duende que se esconde en la pausa. La magia no solo es para los más pequeños, aunque a menudo la descubramos a través de sus ojos. Tal vez radique en aprender de ellos, en su capacidad de asombro y su facilidad para transformar lo simple en extraordinario. Este año, ahora, pretendo recuperar la magia en lo cotidiano. Mirar más allá de lo evidente, escuchar con curiosidad, celebrar lo pequeño, lo simple.
Como escribió Anaïs Nin: “No vemos las cosas como son, las vemos como somos”. Empecemos a recuperar nuestra magia interna, y la magia se presentará ante nosotros.