Puigdemont y nuestra vida en lo imprevisible

Dijo Puigdemont este viernes que ‘suspende’ (luego no ‘rompe’) las negociaciones con el PSOE, incluyendo, desde luego, la de los Presupuestos Generales del Estado y, se supone, la tramitación de la Proposición de ley socialista para cambiar normas procesales, como impedir las acusaciones privadas, la que ha dado en llamarse, en términos algo irrespetuosos de la oposición, ‘ley Begoña’.


Tengo para mí que lo que ha hecho el ex president de la Generalitat es prolongar, con ese lenguaje que remeda el de las ambiguas ‘llamadas a embajadores’ de los diplomáticos, la incertidumbre sobre lo que va a pasar en la política española, en un nuevo aplazamiento de cualquier decisión. Seguimos instalados en lo imprevisible.


Hemos entrado en una era en la que lo imprevisible se ha convertido en el motor de nuestras vidas. Aguardamos en vilo una respuesta de Puigdemont, a ver si nos cambia o no la vida, al menos la vida política, que tanto nos condiciona. Seguimos a la espera de si tendremos o no Presupuestos. Aguardamos, en otro orden de cosas, a ver qué ocurre con el inicio de la ‘era Trump’, de la que obviamente todos y cada uno también dependemos no poco. Aguardamos para comprobar si la paz provisional y quizá efímera en Oriente Medio se consolida al menos algo... Aguardamos constantemente por cosas que nos atañen, pero cuya certeza en el tiempo nos niegan y en las que no nos dejan intervenir. La seguridad jurídica es un bien que ha saltado por los aires hace ya algún tiempo, y la seguridad en las leyes, en general, tampoco es que sea ahora el gran patrimonio de la humanidad. Aquí y ahora, al menos.


Necesitamos gobiernos fuertes, que no nos den la sensación de vivir en la coyuntura permanente, en la improvisación, tratando de subir a lomos del caballo que va desbocado al galope tendido o superados por las acciones de los otros, llámense los ricos tecnológicos o los gobernantes despóticos y enloquecidos (y sí, puede que esté hablando de Trump, y no solo). O, peor, sobrepasados por individuos que no representan sino siete escaños en el Parlamento y se burlan abiertamente de leyes y promesas.


Creo que no es bueno que las naciones no tengan clara al menos una idea de lo que va a ser su destino inmediato. Claro que no nos ocurre solamente en España, el país en el que eternamente se debate sobre la duración de las legislaturas, sobre qué harán nuestros gobernantes para sobrevivir en el poder unos meses, al menos unos meses. Pero aquí y ahora necesitamos una legislación que consolide las mayorías surgidas de las elecciones y permita formar gobiernos que no se compongan de extraños compañeros de cama, como decía Churchill. Leyes que defiendan al Estado y no códigos penales que arbitrariamente se alteran en beneficio de personas muy concretas.


Jamás en mi vida habría podido siquiera imaginar algo como esto que nos está ocurriendo: hemos perdido la capacidad de asombrarnos ante lo insólito, ante conductas surrealistas y pérfidas. Esto escribía mientras aguardaba el ‘veredicto’ de Puigdemont allá en Waterloo acerca de si él, el enemigo número uno del Estado, seguirá permitiendo que este Estado imprevisible, con bastantes gotas de caos en su composición, siga por el camino del deterioro que el propio fugado –un forajido, según la Real Academia, y espero que no nos cambien ahora también la acepción– propicia, so capa de favorecer la gobernabilidad. Porque lo imprevisible incluye también la traición a la palabra dada, y Puigdemont nos dijo que, si no alcanzaba la presidencia de la Generalitat –hoy en manos bastante mejores que las suyas–, abandonaría la política, y ya ven. Así que ¿‘suspensión’? ¿Qué consecuencias prácticas va a tener este término, sin duda cuidadosamente seleccionado para prolongar la imprevisibilidad y, por tanto, el desmadre?


Y, sin embargo, seguimos tomando en serio la palabra de Puigdemont, como si esa palabra, prepotente, mereciese el respeto de la credibilidad. Lo mismo digo acerca de quien quiere ser su principal interlocutor, el presidente del Gobierno. Nunca siete escaños, de conducta loca e imprevisible, intratables, condicionaron tanto la marcha de un país. Jamás el deseo de pervivencia política hizo aferrarse como ahora en el asiento de La Moncloa a presidente alguno, sumiendo a la nación entera en la incertidumbre: ¿qué nos va a pasar? O más contundente: con estos mimbres ¿qué puede salir mal? 

Puigdemont y nuestra vida en lo imprevisible

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