A caballo entre Brother Jonathan y el Tío Sam, cabalga Donald Trump, frontispicio de este mundo fascinado por el escándalo. Triste vaquero que no se sabe si ordena, condena, demoniza, criminaliza, santifica o si amenaza y se regodea, o, por el contrario, acaricia y se mortifica… Y no se sabe porque lo hace todo a la vez, como a la vez lo hace todo esa ave descabezada que se va desangrando mientras corre enloquecida.
Busco, con esa truculenta imagen, explicar que no es que no entienda, es que sabe que no hay nada que entender y que, sin embargo, sus votantes, su gloriosa nación, y de algún modo, nuestro escandalizado mundo, esperan ansiosos cosas de su entendimiento; de ahí esa necesidad de darlo todo por entendido y resuelto sin entender ni resolver nada, para que así lo entendemos sin más razonamiento. Es decir, que entendamos el entendimiento sin ir más allá, que viene a ser como atisbar que es posible, pero no obligado, entender.
El primero, al fin, de los onanistas de la decadencia a padecer. Seres que van a manosear el mundo con la misma torpeza y avidez con que lo hicieron los primeros simios, pese a estar en la cresta de la ola de la era tecnológica.
Nada ha cambiado y nada lo va a hacer, porque no se observan cambios en la condición humana.
Guardan entre ellos, eso sí, esa peculiaridad que distingue a aquellos que han amasado tal fortuna con la máquina que han llegado a desarrollar un enorme asco por lo humano.