Un año antes de la victoria de Donald Trump, el británico John Gray, uno de los filósofos y pensadores políticos más influyentes y leídos en el mundo, decía que “gane quien gane las elecciones en Estados Unidos se iniciará un período de gran desorden. Y será un momento de grave peligro para todo el mundo. El progreso logrado por dos generaciones se puede perder en un abrir y cerrar de ojos”. También decía que, “ocurra lo que ocurra en Ucrania, Rusia no es un problema que tenga solución”. Trump ha entrado como un elefante en una cacharrería y ha dado alas a todos los que, a la izquierda y a la derecha, crecen en el desorden y en la anarquía, en la falta de respeto a la legalidad y al derecho. Putin está más fuerte que antes, Europa más débil que nunca y la extrema derecha y la extrema izquierda se alinean con el oligarca ruso o guardan un silencio culpable ante lo que está pasando. Cerca de un millón de muertos -600.000 rusos, 300.000 ucranianos- para que el agresor se vaya con un botín importante y los agredidos se queden con la destrucción de un país y la sensación de haber sido vendidos y abandonados.
¿Y qué puede pasar? Fernando Rey, catedrático de derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid ha dicho que “no se puede menospreciar el poder de un demagogo en medio de una multitud cabreada”. Lo que está sucediendo de forma acelerada es que parece que la democracia está fracasando y que nadie quiere defenderla. La despiadada acción de Trump frente a la inmigración irregular, su propósito de convertir la franja de Gaza en un resort turístico expulsando a dos millones de palestinos, su irrupción en la crisis de Ucrania, ignorando a Europa y negociando directamente con el culpable de ese millón de muertos, el menosprecio a las instituciones internacionales bloqueando sus aportaciones o la imposición de aranceles a medio mundo indican claramente lo que va a ser su mandato. El de alguien a quien las leyes y los derechos no le importan si obstaculizan su poder, alguien dispuesto a callar a los medios críticos y a los jueces que no apoyen sus decisiones, a cuantos no se sometan a sus dictados personales. Y a muchos, en los extremos, no les parece mal.
Hay más ‘trumpistas’ de los que creemos y no todos están en la extrema derecha. Más de un líder europeo, y no hay que mirar fuera de nuestras fronteras, se comporta de forma parecida, con una falta de respeto a las leyes, utilizándolas para indultar o amnistiar a delincuentes, obstruyendo a la justicia, denunciando a los medios críticos o colonizando con descaro las instituciones y las empresas públicas o privadas, valiéndose del poder ejercido sin control parlamentario real y poniendo en riesgo el Estado de Derecho. Antes era más importante convencer que vencer. Ahora no hay que convencer porque vivimos en “burbujas de iguales”, como dice Marina Garcés, y cada uno se dirige a su tribu y esos ya están convencidos, hagas lo que hagas.
¿Hay alguna solución? No es fácil vislumbrarla. Tal vez, una Europa más unida y fuerte, con un mercado menos fragmentado por países, como dice Enrico Letta, con medidas como las que ha propuesto Draghi, con una política común clara y consensuada en política internacional, en defensa y seguridad, en inmigración, en innovación tecnológica. Una Europa mucho más integrada, gobernada por consenso de los dos grandes grupos políticos europeos, marginando a los populismos de ambos lados con acuerdos reales y visibles para los ciudadanos y las empresas, con mucha menos burocracia. Una Europa despierta. Los ciudadanos europeos necesitan comprobar que la política europea les beneficia de verdad y no les penaliza. Una Europa capaz de ser una voz respetada frente a los intereses de Estados Unidos, China o Rusia. Sólo una Europa viva, fuerte, y, sobre todo, unida, puede afrontar el desafío de autócratas como Putin o Trump. Y eso vale también para España. La división debilita, mata.